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El resplandor residual del Big Bang o la canción de Supernova que aún no escuché (versión extendida)

Entre los ruidos o resonancias, o insights, que vertebran el acontecer y nutren la poesía de Felipe Caro, se encuentra su fecunda amistad con otros poetas de su generación, muchos de ellos compañeros de viaje en el taller literario del entrañable escritor temuquense Guido Eytel

Múltiples son las aproximaciones del animal humano al vértigo del insondable cosmos. Robert Fludd, pensador rosacruciano y médico paracélsico, contemporáneo de Shakespeare, se hizo eco de la teoría pitagórica de las correspondencias entre microcosmos y macrocosmos, y acuñó, para describir el enlace entre ambos niveles de realidad, el concepto de “afinación del mundo”, que inspiraría y daría título a un fundamental libro de Raymond Murray Schafer, El paisaje sonoro y la afinación del mundo (1977). La tesis de Fludd es sencilla y hermosa, y podría resumirse más o menos así: el microcosmos, la matrix, la cáscara de nuez en que habitamos los humanos, es ajustada periódicamente por el autor del universo, ese infatigable músico supremo que teje, desde siempre, la melodía continua que es la vida misma, en toda su escala de armónicos y resonancias.

La poesía y la ciencia han resignificado -a veces coincidiendo en tiempo y acento- la imagen del continuo tráfico de influencias entre el arriba y el abajo. El cubano José Lezama Lima lo expresó bellamente en uno de sus ensayos, desplazando el rol de “afinador” desde el autor supremo hacia el ser humano. “La distancia entre el cielo y la tierra es una flauta cuya modulación tiene que ser producida por el hombre”, escribió. Siglo y medio antes de Lezama, William Blake, retomando la doctrina de las emanaciones procedente del gnosticismo, configuró un universo plegado en sí mismo, donde los dioses conversan con las partículas elementales, las ciudades mutan como cuerpos y los planetas danzan en una alucinante sinfonía de intercambios morfogenéticos que aún fascina y conmueve. Mucho antes de Blake, allá por los oscuros albores del Medioevo, un anónimo y apócrifo evangelista enamorado del infinito glosó, en Pistis Sophia (La sabiduría fiel), el heroico viaje de Jesús, por entre las bóvedas celestiales, para rescatar a Sophia, el espíritu de la luz divina, atrapada en las trampas de Ildabaoth, una suerte de vampiro galáctico con cara de león, imagen medieval del black hole de los astrofísicos.

En el siglo XX, el doble asombro de la teoría de la relatividad y la física cuántica, junto al refinamiento de la tecnología para el estudio de los cielos, vino a expresar, en una terminología plena de posibilidades metafóricas que no tardó en contaminar -¿fecundar?- el habla corriente y el lenguaje de los poetas, que el asunto de la conexión entre nuestra pequeña provincia cósmica y el infatigable abismo universal tanto más misterioso parece mientras más se lo ilumina con la linterna de la ciencia. En Hispanoamérica, para hablar de lo que nos toca, surgió, desde mediados de siglo pasado, una tradición de “poetas cósmicos”, herederos de la flauta lezamiana, una cohorte de “afinadores del mundo” cuya lectura profunda está por realizarse, y de la que a continuación citaremos unos pocos ejemplos.

En El pez de oro (1957), el peruano Gamaliel Churata habla de “grandes bolsones de vacío interplanetario”, donde habitarían -según cierta corriente de mecanicismo teológico- “las almas bienaventuradas y, consecuentemente, los dioses”; el mexicano David Meza postula por su parte, en El sueño de Vishnú (2014), que “los seres vivos somos una especie de microgalaxia y que, cuando cumplimos 13 años, nuestras células cósmicas alcanzan una plenitud natural, con las cuales podemos ver al mundo como una respuesta orgánica al sueño”. En su fabuloso delirio de 1659 páginas, titulado El loco (1950), el boliviano Arturo Borda canta los saltos y fugas entre el Macrocosmos, “donde cada átomo es un infinito de universos”, y el Microcosmos, donde el poeta, pese a sentir que todo disminuye infinitamente ante sí, se sabe, por oposición, “cada vez más eterno e infinito”. La lista de cantos a lo interestelar se engrosa con obras fundamentales como Umbral (1996), de Juan Emar; El nuevo mundo (2008-2013), de Yaxkin Melchy; Splendor (2013), de Enrique Verástegui, y OIIII (2020), de Héctor Hernández Montecinos, entre muchos otros.

El poemario que hoy presentamos, Nada o el vacío observable del espacio, primer título de la Colección de Poesía Yosuke Kuramochi, de Ediciones UCT, es un delicado y virtuoso ejemplo de esa tradición de poesía de halo cósmico. Sin embargo, su autor, el temuquense Felipe Caro -con otras tres publicaciones a su haber: Hija (Poleo Ediciones, 2010), Nadir (Editorial Bogavantes, 2017) y Pieza País (Libros del perro escondido, 2021)- no “afina” el mundo a la torrencial manera de los nombres ya citados, sino que nos entrega una visión sintética, transparente, casi en sordina, de esa conexión entre el cosmos y lo mundano, entre lo de aquí abajo y lo de allá arriba; una visión que, dicho sea de paso, es también la reelaboración algunos de los temas que obsesionan al autor y que cruzan toda su poética.

Ya en los escasos y descarnados poemas de Hijaplaquette de tapas rojas en cuya contratapa invertida asoma, cual gemelo dicigótico, el poemario hermano de Hija: Azúcar, de Jorge Volpi-, Caro ensaya en su telescopio casero algunas aproximaciones al espacio observable. Es así que en “Lunas para ti”, dedicado a su hija Matilda, escribe: “son tuyas todas mis lunas:/ las escondidas tras nubes, / las flacas solitarias, / las que no caben en el cielo/ o las que el día no puede acallar[1].” En el poema “Al inicio del eriazo”, que rezuma un vaho zen o minimalista que podríamos señalar como uno de los rasgos más seductores del estilo escritural de Caro, leemos: “Yo no quiero llenar el vacío / únicamente adornarlo un poco[2].”

Nadir -libro publicado en la Serie de Poetas de Editorial Bogavantes y cuyo título preanuncia el del texto que hoy presentamos- despliega en toda su exuberancia la capacidad de Felipe Caro para ir situando, en el horizonte de su visión, una reflexión sobre el espacio mismo como una demarcación siempre fluida del caminar –“usted sabe que no puedo ir lejos, que todas las calles van a parar a un recuerdo[3]”-, como anotaciones al margen de ese mismo caminar, o como si el deambular del poeta por su ciudad -la misma Temuco (o casi) de Yosuke Kuramochi- fuera causando grietas no en el pavimento o la arquitectura de la urbe, sino en el mismo núcleo de su ser. Se van develando así las primeras luces o callejones de un Temuco intensamente irreal, como de sueños –“la periferia es un pueblo olvidado donde el río duerme[4]”-, agazapado como un monstruo arcaico, a la manera de esas mismas bandurrias jurásicas que surcan el Temuco de humo y piedra –“Temuco es un poema que no me atrevo a leer[5]”- por el que transita el poeta con sus antenas polinizadoras.

Pieza País, manufacturado por los dedos maestros de Javier Alejandro N., nos permite escuchar a un Felipe Caro ocupado ya no en cantar las veleidades y perplejidades de su GPS sentimental, sino en capturar, acorralar si se quiere, como un colisionador de hadrones, el fonema nuclear del lenguaje, la sílaba arquetípica, o el balbuceo primigenio. Por las 50 páginas de este artefacto -no me atrevo a llamarlo libro o plaquette-, ya no pululan las líneas fuerza de la ciudad y sus azorados habitantes, sino los mínimos ecos de un mundo en formación, pleno de extrañezas, en cuyo plasma flota una horda de sonidos sutiles, de ecos, de insectos transfigurados –“Hormigas recorrieron mi cuerpo / y terminaban en mi boca. Fui red de arañas, esquina de la oscuridad[6]”-. La voz de Caro se ha decantado magistralmente por el coagula, la síntesis imposible de los alquimistas. Las hojas de papel de caña de azúcar de Pieza País rebosan de una poesía densa y penetrante, cargada de presagios tan perturbadores como los compases transitivos de una sinfonía de Mahler. Aquí transcribo uno de mis favoritos:

Era un rumor

pero las voces decían

-pisadas arriba,

cuidado!,

puedes ser tú arriba-

las voces decían[7].

 

Nada o el vacío observable del espacio (Ediciones Universidad Católica de Temuco, 2023) marca un punto de inflexión en el trabajo poético de Felipe Caro. Salta al ojo la preocupación del autor por conferir al objeto libro una unidad interna más propia de una “novela”, una “sonata” o un “fresco”, que de una llana colección de poemas. Por otro lado, la voz del poeta se ha asentado, adquiriendo una especie de ingravidez que vuelve hipnótica la experiencia de la lectura. Una canción y una galaxia dialogan en perfecta sincronía, como si pertenecieran al mismo orden de magnitudes. El telescopio casero de Caro no ha desaparecido -gracias al cielo- sino que se ha fusionado en una suerte de hibridaje ejemplar con un radiotelescopio tipo ALMA[8], de 66 antenas. Esa nueva madurez le otorga una deliciosa transparencia a su escritura, que seduce ya desde el título de los poemas. Por ejemplo, “Nubes moleculares gigantes”, tendría un sentido distinto si terminara allí, pero no, el título es “Nubes moleculares gigantes o fotografía de un día de playa”. También “El paralaje o la cantidad de canciones que contiene la espera” o “La ecuación del cohete o la necesidad de hablar sobre las luciérnagas que no vi”. En cada uno de esos tres ejemplos se superponen imágenes situadas en campos semánticos dispares que, al contrastarse, producen algo así como un cosquilleo en las sinapsis, cosquilleo que tal vez sea el efecto más recurrente de toda auténtica poesía.

Un registro fundamental en Nada o el vacío observable del espacio es la presencia gravitante de algunos símbolos centrales de la cosmonáutica soviética: el primer cohete del programa espacial Vostok, la estación espacial Mir, junto a los pioneros del viaje especial Yuri Gagarín y Valentina Tereshkova. A Caro le conmueve que tanto Gagarín como Tereshkova fueran personas comunes y corrientes, forzados por las circunstancias a convertirse en héroes. En una conversación reciente le escuché decir: “Me gusta la sensación de que eran unos nadies antes de eso. Y cualquier texto, cualquier poema, cualquier libro, antes de la lectura también es un nadie”.

Es llamativo que el poemario comience y cierre con el nombre de Valentina Tereshkova -la primera mujer en ir al espacio-, lo que resuena con la especial admiración de Caro por las poetas mujeres -Elvira Hernández, Malú Urriola, Verónica Zondek (Tereshkova, hasta cierto punto, era una poeta también)-. “Tiene que ver también con esto de afelio y perihelio -explica el autor en la conversación mencionada-, de que nos alejamos del sol, pero de cierta forma siempre retornamos. Pese a no haberlo pasado muy bien allá arriba, Tereshkova siempre tuvo la ilusión de volver, pero no se lo permitieron …”

Entre los ruidos o resonancias, o insights, que vertebran el acontecer y nutren la poesía de Felipe Caro, se encuentra su fecunda amistad con otros poetas de su generación, muchos de ellos compañeros de viaje en el taller literario del entrañable escritor temuquense Guido Eytel; también el hecho de hacer clases a adolescentes que tienen la misma edad de su hija Matilda; o el no haber trabajado ni vivido nunca fuera de su ciudad natal, circunstancia que el mismo Caro ilustra, sonriente, con la letra de una canción de Supernova: “Yo no hablo inglés, no viajo mucho, pero sé leer[9]”, letra que resuena con estos versos de “El silencio tras tu voz”, uno de los primeros poemas de Nadir:

La región te pesa.

Hablas de Valparaíso.

“Jamás he ido”, te digo.

Tampoco he salido de Temuco

y estoy solo[10].

En un libro revelador, Un universo de la nada (2012), Lawrence Krauss narra el apasionado esfuerzo de los astrofísicos en busca la primera luz del universo. El nombre técnico de esa candela inaugural asusta un poco, “radiación del fondo cósmico de microondas o RFCM”. Pero Krauss aclara: “la RFCM no es otra cosa que el resplandor residual del Big Bang”.

Me gusta pensar que este admirable poemario de Felipe Caro nos entrega, justamente, la posibilidad de conectarnos con ese resplandor residual, esa luz primera de nuestro origen, cuyo eco perdura en las pulsaciones de las galaxias, pero también en el avistamiento de un ave, en el gorgoteo del té, en los encuentros y “ruidos” de cada día, materiales con los que el poeta ha creado su propia técnica de “afinación del mundo”, en este resonante tapiz poético que hace honor a la tradición literaria de La Araucanía.

Carlos Lloró

Director de Extensión Académica y Cultural

Universidad Católica de Temuco

[1] Caro, Felipe. “Lunas para ti”, en Hija (Poleo Ediciones, 2010), sin numeración de página.

[2] Caro, Felipe. “Al inicio del eriazo”, en Hija (Poleo Ediciones, 2010), sin numeración de página.

[3] Caro, Felipe. “A usted”, en Nadir, Editorial Bogavantes, Valparaíso, 2017, p.7.

[4] Caro, Felipe. “Donde el río duerme”, en Nadir, Editorial Bogavantes, Valparaíso, 2017, p. 67.

[5] Caro, Felipe. “Pasaje 2”, en Nadir, Editorial Bogavantes, Valparaíso, 2017, p. 22.

[6] Caro, Felipe. Pieza País, Libros del perro escondido, Temuco, 2021, p. 36.

[7] Caro, Felipe. Pieza País, Libros del perro escondido, Temuco, 2021, p. 38

[8] Atacama Large Millimeter/submillimeter Array.

[9] “Yo no hablo inglés / vivo en un barrio que no es burgués / Yo me siento bien, no viajo mucho pero sé leer”. “Mi amor no se compra”, canción de la banda chilena Supernova. En CD Supernova, 1999)

[10] Caro, Felipe. “El silencio tras tu voz”, en Nadir, Editorial Bogavantes, Valparaíso, 2017, p. 8.

 

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